2/27/2011

Literatura de montaña

Las pequeñas tejedoras

Por Robert Blasi

Una vez se realizó una escalada en las afueras del bosque. El lugar escogido para dicha actividad estaba después del río, remontando los prados cubiertos de nieve. Era un lugar sombrío donde el sol no alcanzaba a calentar la pared. Era la cara nord-oeste del pico conocido como la Aguja de la Semilla. La cara más fría de cuantas existían en el Valle de Ruk.

Allí se habían reunido cuatro atrevidos alpinistas que intentaban llegar a la cumbre. Pero el reto no estaba en alcanzar la solemne cima, que en esta época del año se veía constantemente azotada por el viento. El objetivo respondía a intereses mundanos y prácticos. Se trataba de subir el pilar rocoso de unos 1000 metros de altura con la intención de capturar un tesoro.

Seguramente se hubiese podido alcanzar la cumbre por un buen camino que se ocultaba del lado este. Pero estaban en invierno y los buenos caminos se encontraban impracticables. El hielo y la nieve impedían el acceso. En el bosque no había nacido ninguna criatura equipada para tan peligrosa aventura… Por lo tanto a estos cuatro escaladores no les quedaba otra opción que subir por la pared y arriesgarlo todo. O abandonar. Esa alternativa suponía el fracaso. Se habían realizado en el pasado cientos, quizás miles de escaladas como esta.

Y todas habían terminado en tragedia. ¿Qué podía arrastrar hasta allí a cuatro solitarias criaturas dispuestas a dejar la vida en el intento? ¿Qué? Pues la avaricia y el hambre voraz. Era un reto para fuertes escaladores del bosque. Ni el lobo, el castor o el oso lo hubiesen intentado. Eran pesados, grandes y además estaban mal preparados para escalar...

El tesoro, por lo tanto estaba fuera del alcance de ellos. El tesoro, así le llamaban los ancestros, era lo que quedaba de una antigua colonia de abejas. Eran sin duda abejas extranjeras, que tuvieron la desafortunada idea de intentar prosperar en un agujero de piedra caliza pura, ubicado en la cara norte de la Aguja de la Semilla. Pobres bichos las abejas. Las mató el invierno que llego de pronto y con violencia, como era normal en estos parajes.

Los viejos y sabios camaleones, los búhos y las lechuzas que vivían en el bosque de hayas, sabían que las tormentas podían matar. Los cuatro valientes, ajenos a las teorías de otros y sintiéndose seres superiores de la tierra, marcharon hacia la pared. Los cuatro deseaban la miel y las larvas que seguro estaban allá arriba. Los cuatro que marchaban juntos, pero que no formaban ningún equipo eran los siguientes: una pareja de arañas rojas de patas peludas, una elegante hormiga guerrera de poderoso cuerpo de color negro brillante. Y finalmente un escarabajo formidable, ancho de espaldas, se le conocía por el nombre de Arn Mangunsson.

Arn destacaba sobre los otros por el increíble tamaño de su caparazón adornado de redondos puntos naranja. Se reunieron de madrugada, antes del amanecer, al pie de la pared y comenzaron. Todos frotaban con locura sus patas para entrar en calor. Nadie había dicho a que hora saldrían, nadie había convocado este encuentro.

Pero los cuatro valientes insectos estaban allí. Era subir ahora o fracasar. Arn fue el primero en salir en busca de la gloria. Aprovecho los primeros rayos de sol, que iluminaban tímidamente la pared, para escoger la vía. Entonces se lanzó como un loco hacia las rampas de granito que precedían el desplome. Se le veía fuerte y decidido.

Las arañas esperaron y la hormiga se apartó un poco. Quizás quería estudiar la vía de su contrincante. Arn Mangunsson subía al principio con movimientos dinámicos. Pero después de un rato se le veía lento. Apretaba con demasiada fuerza los cantos de la pared. Cuando llegó al desplome sudaba mucho y respiraba con dificultad.

Cuando la pared se puso de verdad difícil, Arn Mangunsson se vio en apuros. Estaba a punto de caer, sus patas le fallaban y cuando trataba de saltar cayó. Tuvo suerte y lo detuvo una amplia repisa. En ese momento los otras tres iniciaron sus escaladas. Arn se recuperaba. Así que sin pensárselo dos veces recomenzó la escalada. Subió muchos metros, sudando, jadeando.

Y de nuevo, al límite de sus fuerzas y cayó. Cogió mucha velocidad en la caída y rebotó contra las compactas placas de granito gris. Rodó hasta el pie de la pared antes de detenerse. No se movió. Las arañas y la hormiga se quedaron mirando, a ver si estaba vivo. Nada. No se movía. De pronto estiró una pata, en medio de una convulsión. Luego las otras.

Su caparazón de puntos naranja le había salvado la vida. Pero ya no quería continuar. ”Me despido insectos, el reto es demasiado difícil” Arn Mangunsson se marchó a casa. Los otros no pudieron ver la sonrisa de satisfacción que se dibujó en su rostro. Salvó la vida y le quedó bien claro que esta aventura se cobraría alguna vida. La hormiga Alex Omir vio su oportunidad y comenzó a escalar más rápido que Bibi y Joan.

La oscura hormiga guerrera evitó la zona lisa de la pared. Buscó una fisura ancha por donde pensó podría trepar con éxito. Mientras tanto las arañas continuaron trepando por el mismo lugar exacto donde el escarabajo había fallado.

La más pequeña de las arañas, Leydemar Sultana, subía primera. Tras ella dejaba, a modo de cuerda, un fino hilo de seda. Muy fino pero muy resistente. Y para aumentar la seguridad de su táctica, hacia algo muy inteligente. Cada 60 metros pegaba a la pared una gruesa bola de tela de araña con la cual fijaba la cuerda de hilo de seda contra la fría pared de granito. Tardaba mucho en subir pero el sistema era a prueba de bombas.

Cuando se cansaba de tejer la telaraña se colgaba de la cuerda de seda a descansar. Y al estar colgada así sentía un placer enorme. Sentía una mezcla de fuertes emociones que era lo que más le gustaba en el mundo. Podía estar así colgada todo el día, sonriendo y mirando a su alrededor. Abrir vías en pared con este estilo era la especialidad de Leydemar Sultana.

Y todo hubiese sido perfecto si en ese momento no le hubiese gritado Joan Casamort, la otra araña que le acompañaba. – ¡Voy subiendo enana apestosa!- Joan, con sus patas poderosas y peludas, trepaba por el sistema de finos hilos. Entonces Leydemar, medio adormecida por la espera, volvía a la realidad del presente y continuaba su labor de tejedora de las alturas. Con la ayuda de este sistema las arañas ya cantaban victoria.

El sol ya estaba bastante alto sobre el horizonte. La lejana montaña de Krabarkam-Uk-Sri-Lam brillaba gracias a su manto perfecto de nieve. Era mediodía. Mientras las arañas se afanaban en su cansada labor, la hormiga subía a gran velocidad, sin la ayuda de la cuerda de seda ni complicadas historias. Escalando en libre. Era un puntito poderoso, ligero y negro que corría hacia su destino. Todo hacia suponer que la hormiga guerrera, intrépida, solitaria y eficiente, vencería a las arañas.

Leydemar y Joan Casamort subían a su propio ritmo, lento y laborioso. Por el contrario el ascenso de la hormiga Alex Omir era ágil y rápido, pero altamente arriesgado. Temerario es quien intenta algo sin opciones al error. Y el caos siempre esta presente en la naturaleza. La hormiga presa de su propia velocidad cayó en la trampa.

Cuando el desplome parecía haber terminado y sólo restaban unos miserables metros hasta la antigua colonia de las abejas Alex Omir sufrió una caída. Se quedó cogida de una pata sobre el abominable precipicio. Le esperaban más de 900 metros de abismo. Seguro que se destrozaría contra el suelo y moriría.

Pobre hormiguita Alex Omir. Comenzó a chillar de lo lindo y a gemir presa del pánico, sintiendo la angustiosa soledad de su existir. Las arañas vieron todo lo que ocurría y se desplazaron con velocidad, ahora si, hacia la hormiga, intentado el rescate en pared. Se colocaron debajo de ella y en segundos Joan y Leydemar tejieron una tela de araña gigante que serviría de red de circo. “Que bien –pensó Omir - estoy salvada”.

Las arañas hicieron amigables señales a la hormiga para que se dejara caer. La hormiga cerró los ojos y dejó caer su cuerpo. Fue recogida por la red que le esperaba abajo. Las arañas se aproximaron a Alex Omir. Indefensa y aturdida por la espectacular caída se encontraba atrapada en la red. La tela de araña no le dejaba moverse.

Las arañas, que estaban cansadas y hambrientas agradecieron el pique-nique. Se comieron a la hormiga, la devoraron entera, patas, cuerpo y antenas, no quedó nada. Recuperaron sus fuerzas. Les faltaba un cigarrillo para celebrar el improvisado festín, que literalmente les cayó del cielo. Leydemar y Joan Casamort durmieron una buena siesta.

Después estiraron sus cuerpos, y sus peludas patas y siguieron subiendo hasta la antigua colonia de abejas. Allí se apoderaron de todo lo que encontraron. Pasaron dos noches en la cueva de las abejas. Se dedicaron a la gran labor de envolver todo en paquetes cubiertos de seda. Al final eran 18 fardos. Al amanecer del tercer día se pusieron a trabajar, descolgando los perfectos petates de seda pared abajo. Fue la maniobra de cuerdas mas épica de la historia del bosque de las hayas. Al llegar a la oscura base de la pared, el sol se ocultaba por el horizonte. Pronto se hizo de noche y miles de estrellas alumbraron el firmamento. Había sido un triunfo absoluto. Leydemar y Joan habían alcanzado la victoria.

Fin.

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